Josep Avaria y Karen Bentancur
Después de ver el videoclip de The Wall, de Pink Floyd, en el que los estudiantes queman la escuela y se disponen además a asesinar al profesor, donde se critica a la escuela como institución-fábrica destructor de individualidades y creador de productos, resulta interesante la lectura del siguiente texto de Pedro Garcia Olivo, de su libro "El Irresponsable" (Editorial Brulot).
LA CULTURA ES TORTURA (Sobre la huelga de los estudiantes y la policía del Instituto)
Hasta hace algunos años, todavía podía afirmarse, con A. Querrien, que “la máquina escolar tiene por función transformar el deseo de saber, de aprender, en obligación de trabajar. No trata de fabricar un hombre libre, libre de saber, sino un hombre condenado a vender su fuerza de trabajo a un patrón, condenado a trabajar siempre más y mejor.”
Podía pensarse también que la rígida estructura carcelaria de la Escuela, forjada en su figura moderna durante los siglos XVIII y XIX con el objeto de encerrar a la población joven sin trabajo (pobres, vagabundos, expósitos,...) y garantizar así tanto el mantenimiento del orden público como la formación de un proletariado dócil y laborioso, continuaría reproduciendo indefinidamente la desigualdad social (Bourdieu) y aniquilando con su característica eficacia la capacidad crítica de los jóvenes.
Pero, desde los años 60, debido a ciertas modificaciones de fondo de la sociedad capitalista, la efectividad represiva de nuestros “centros de domesticación” parece trastornarse: la progresión indetenible del paro plantea, definitivamente, la ausencia de futuro y, con ello, desquicia los objetivos clásicos del sistema de enseñanza. Para la juventud escolarizada, en todos sus niveles, ya “no hay futuro” (Sex Pistols). Y, al desaparecer el futuro –incluso como trabajo alienado-, se pierde también la última razón para soportar la tortura de las aulas.
Significativamente, los teóricos contemporáneos de la Escuela empezaron entonces a confirmar aquello que los estudiantes venían presintiendo tiempo atrás, aquello que de alguna forma ya sabían: que los programas, los manuales y los contenidos están pensados para excluir del aula cualquier discurso perturbador (crítico) sobre el orden social y sobre la propia institución educativa; que lo realmente importante, lo que hoy puede preocupar a los jóvenes, aquello que despierta su curiosidad y su interés, es precisamente lo que no se dice en clase, aquello de lo que no se puede hablar, todo cuanto se margina de la programación oficial y del libro de texto (Foucault); que la violencia del examen funciona como instrumento de control social, destinado a extirpar el deseo de aprender y fijar a cada uno en su puesto social de partida (Passeron); que los métodos dominantes de enseñanza, reforzados por toda la mecánica policial de los temarios,
La asistencia más o menos controlada, la evaluación autoritaria, la coacción de los padres vigilantes, el despotismo ilustrado de los reglamentos de régimen interno,... han pretendido siempre producir un sujeto “acrítico”, obediente, conformista (buen hijo, buen estudiante, buen obrero si hay suerte, buen parado en todo caso, buen padre, buen ciudadano y, finalmente, una tumba más en un cementerio de buenos demócratas), es decir, el tipo de hombre que los poderes políticos y económicos necesitan fabricar para perpetuar su dominación.
Y esas certidumbres, semiadvertidas por buena parte del alumnado y esporádicamente denunciadas por la reflexión moderna sobre la Escuela (Apple), se hallan en la base de las recurrentes movilizaciones estudiantiles. En este sentido, las huelgas de los estudiantes vienen demostrando, de una u otra forma, que, afortunadamente, la “prisión” del Instituto fracasa en su intento de conjurar los efectos de las nuevas contradicciones sociales mediante la simple reclusión de los parados potenciales y la transformación pedagógica de su conciencia. Demuestran que los jóvenes, cuando se defraudan sus expectativas, son capaces de resistir, de negar el modelo de socialización a que les somete el orden burgués. Y, aunque las reivindicaciones suelen girar en torno a puntos máximamente concretos, el éxito de las convocatorias y la envergadura de los conflictos suscitados revelan que los estudiantes ya no se “creen” la retórica académica sobre el Instituto, como tampoco toleran, con la complacencia de otro tiempo, la represión, por la máquina escolar, de sus deseos más espontáneos (deseo de saber, deseo de huir de la familia, deseo de relación con el otro, deseo de diversión,...)
“No hay futuro”, el lema punk de los setenta, empieza a ser sustituido por una consigna explosiva: “tu futuro, subversión”. Nuevos discursos aparecen por la superficie social, sostenidos por quienes no han claudicado ante el sistema educativo: “mierda de enseñanza, la vamos a quemar”, “protesta y sobrevive”, “¡Desecho Social: Resiste!”, “la cultura es tortura”, “no les des tregua”... Nutriéndose de las disfunciones del aparato educativo, y ante la crisis general de las concepciones de la política clásica, emerge en nuestros días un nuevo sujeto social de la protesta. También en él parece refugiarse la posibilidad de escapar a ese fascismo de nuevo cuño (Subirats) hacia el que apuntan, por caminos inéditos, las democracias de Occidente.
SALUD